La pasión de Cristo continúa. Los motivos son los mismos: ser bueno en un mundo perverso, decir la verdad que no se quiere oír y el rechazo a Dios. Pero la “verdad” no puede ser silenciada: prevalece; y Dios y Su omnipotencia no puede ser anulado: permanece. Y entre tanto evento manipulado, denigrante y pervertidor, por fin llega esta celebración religiosa que conmemora algo bueno, algo santo, con el “falso beneplácito” de nuestras instituciones públicas canarias: unas, porque en realidad aborrecen todo lo divino, y otras, porque sirven a 2 señores (Mt. 6:24).
Nos asemejamos cada vez más a los primeros cristianos; sólo van quedando los verdaderos, los más fieles. Por eso, la Semana Santa en este año es susceptible de ser sentida y vivida con más fervor y realismo; acompañando al Señor como debían haber hecho sus apóstoles camino del Calvario, pues comenzamos a ser tan mal mirados como ellos. Sí, habrá muchos espectadores como en tiempos de antaño, pero sólo serán eso: espectadores, con un cristianismo hecho a medida de sus apetencias.
Nosotros podemos ser como Juan, el apóstol que más lo amó o como María, Su Madre, y llegar hasta el final como ambos hicieron; o decidir ser como Pedro en el momento de su negación, o incluso como Judas y traicionarlo. ¿O somos tan ilusos como para aseverar que en una situación difícil, de temor, como la que vivió Pedro, no lo negaríamos? Probablemente llevemos dentro una parte de cada uno de ellos que precisa de una purificación de intenciones y un afianzamiento de la voluntad para definir cuál prevalecerá.
¿Dejaremos por fin el látigo, las espinas y los clavos que portamos y con los que infligimos dolor a diario al Santo de los santos? Latigazos que propinamos cuando conscientemente obramos mal; espinas de soberbia, egos y odios, y tantas cosas indebidas en nuestro interior; y clavos con los que lo sujetamos a la Cruz mediante nuestras omisiones y obras erradas, ésas que perpetuamos sin llevar a cabo los cambios requeridos para verdaderamente seguirlo a Él, seguir Su camino.
Muchos piensan que lo importante aconteció hace unos dos mil años, pero para quienes creen en un Dios que no está muerto sino resucitado y vivo, que nos acompaña y nos sigue legando Su Palabra a través de Sus profetas, lo crucial se perpetúa en un eterno presente; acontece también ahora. La diferencia fundamental estriba en que los primeros apóstoles disfrutaron de una presencia física de Jesús, pero Él sigue estando entre nosotros al igual que entonces; y especialmente, con una mayor efusión de Su Espíritu, en estos denominados Últimos Tiempos.
Nuestro Señor Jesucristo lo constató: “Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo”(Mt.28;20). A veces me pregunto: Si todos creyésemos realmente que Él está con nosotros día tras día y que no lo podemos engañar, pues ve nuestras acciones e intenciones ¿actuaríamos como lo hacemos? ¿Somos conscientes de la diferencia –a veces abismal- entre lo que Él predicó y nuestro obrar? Por ello, no sólo debemos ser conscientes de nuestras miserias, fallos y debilidades sino procurar corregirlos; quizás sea ése el auténtico camino para en esta Semana Santa seguir a Cristo.