ÚLTIMA HORA

CUANDO NO EXISTÍAN LOS "PUEBLOS CON ENCANTO"

Quique era de los que más madrugaban de la pandilla, pero tenía una incurable aversión por hacerse la cama. Esta manía tan suya, era directamente proporcional al cabreo que provocaba esa desidia en su madre y el asunto acababa en: "dile a tus amigos que hoy no sales".. Esto me afectaba a mi, quien a mis tiernos 12 años hacia la ronda habitual en bici, para ir recogiendo miembros de la pandilla por el pueblo con los que luego matábamos el día improvisando actividades con las que llenar el día y parte de la noche. 

Cuesta creer que no había dos días iguales, que no eran veranos monótonos, y a coste casi cero. 

Ese era nuestro un pueblo: tenía lo que tenían casi todos los pueblos: sus cuestas, arroyos, sus calles sin adoquinar, su churrería e iglesia y hasta un majestuoso castillo entre cuyas murallas se refugió Fernando VI "El prudente", al morir su esposa Bárbara de Braganza. Un pueblo con historia y hasta con encanto, que se estila ahora, que para mí no era nada más ni nada menos que “mi pueblo” mi refugio estival. 

Es lo que hoy llaman las guías turísticas y los anunciantes de Google "un pueblo con encanto" dándole ese barniz cursi  que no necesitaba, pero entiendo que eso posiciona mejor en SEO que "Un pueblo donde uno nunca se aburre". En él convivíamos durante 2 meses los autóctonos y los veraneantes (invasores) de Madrid. 

He de decir que en aquella España setentera que se desperezaba del "Landismo", a diferencia de la mezcla de clases que nos inculcaba la serie "Verano Azul” donde Pancho, que era del pueblo de toda la vida, se integraba con las pijas de Madrid, en su flamante bicicletas BH. Todo un ejemplo de integración social. 

Nuestros padres, no comulgaban entonces con esa filosofía, no eran partidarios de que compartiéramos juegos ni cañas, con los "chicos del pueblo". Sabe Dios qué malas costumbres podían inculcarnos unos chicos de la calle, cuyos padres no se sentaban en consejos de dirección de los bancos, aunque trabajaran duramente en el campo con manos encallecidas. Yo siempre me quedé con la duda del aprendizaje vital que habría supuesto unirme algún día a ellos y aprender algo de esa mala vida. 

Algo nos estábamos perdiendo. 

A finales de los 70, con el desarrollismo industrial, pasar el verano con la pandilla en el pueblo, incluidas las chicas, me parecía mi "Shangri-La". Cada verano tocaba que te gustara una chica diferente de la pandilla, (veraneante, claro), y en invierno, a nuestra vuelta a la rutina madrileña, éramos auténticos desconocidos. Como si el verano fuera una especie de oasis con fecha de caducidad en nuestras vidas. 

 A mí siempre me ha dado cierta envidia lo de las "cuadrillas" del país vasco, pues el nombre sonaba más serio, menos infantil y mientras ellos "chiquiteaban" por el casco viejo o pescaban en el río, nosotros jugábamos a la botella o a la cerilla como vehículo para dar ese primer beso furtivo.

 Lo que teníamos en común la cuadrilla y la pandilla era algo que aún perdura: El código. La pandilla era un ente indisoluble y ahí radicaba su esencia. Éramos una piña. "A mi la legión", pero en versión "Playmobil". Nos apoyábamos y defendíamos entre nosotros cumpliendo ese código invisible mientras durara el verano, fiestas incluidas.

 El otro día volví a ver a Quique tras 30 años sin contacto alguno. Los años habían sido clementes con él. Delgado y con la misma cara redonda y bonachona, pero en el un cuerpo de un adulto. 

 Nos saludamos con un breve intercambio de palabras vacías, que evidenciaban el distanciamiento y la pereza mutua de rebobinar y hacer un repaso de los viejos tiempos de la pandilla. 

 "Acuérdate de hacer la cama", le dije en un arrebato nostálgico, al despedirme.

Me hizo un guiño cómplice y se perdió entre la gente del local.  

 Los dos nos acordamos por unos segundos de la pandilla de Villaviciosa de Odón, que no era un pueblo con encanto...

 ¡¡¡Era nuestro pueblo!!!

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