Noviembre comienza con los Santos. A mí, me atrae mucho la lectura sobre las vidas de los santos, esas personas singulares que se fueron al Cielo con las manos llenas de obras buenas. Eso son los santos, buenas personas que sobresalieron en el ejercicio de las virtudes: sobre todo. las sobrenaturales ( Fe, Esperanza y Caridad). Son santos porque amaron a Dios sobre todas las cosas, sin que nada se interpusiera en ese amor. Como consecuencia, tuvieron amor a los demás y, especialmente, a las personas vulnerables, pasando a la acción, no sólo el sentimiento.
Dicen que el santo no nace, se hace. Unos pocos dieron señales extraordinarias en la cuna y aún antes, como el caso de Santo Domingo de Guzmán. En la mayoría, y aún en esas excepciones, la santidad es fruto de la cooperación humana con la gracia del Espíritu Santo. Muchos santos fueron grandes pecadores arrepentidos: san Agustín, por ejemplo. Hay algo común a todos ellos: la humildad, el convencimiento de su pequeñez y la atribución a Dios de todo lo bueno que hay en ellos. Jesús dijo a Gabriela Bossi: “en el infierno hay vírgenes pero no humildes”. Lo que atrae a Dios es la humildad, vivir en verdad, el saberse nada pero que con Dios todo es posible. La santidad es un deber: “la voluntad de Dios es vuestra santificación” ( 1 Tesalonicenses, 4, 3-6). Interesantes estos versos: Yo para qué nací? Para salvarme./Que tengo de morir es infalible./Dejar de ver a Dios y condenarme,/Triste cosa será, pero posible./¿Posible? ¿Y río, y duermo, y quiero holgarme?/¿Posible? ¿Y tengo amor a lo visible?/¿Qué hago?, ¿en qué me ocupo?, ¿en qué me encanto?/Loco debo de ser, pues no soy santo (Fray Pedro de los Reyes).