El conde de Romanones dijo con buen criterio: “De joven hay que leer mucho; en la madurez, lo bastante; de viejo, poco. Cuando los años pasan, aprovecha mucho más el dedicarte a rumiar las lecturas pasadas, reflexionando sobre ellas, analizándolas y contrapesándolas. Labor entretenida y provechosa”.
En mi caso, de joven leí El Quijote, pero fragmentos. Lo lamento profundamente, no obstante, ahora lo estoy releyendo, motivado por la lectura de dos libros: España de Santiago Alba Rico; y República encantada. Tradición, tolerancia y liberalismo en España de José María Ridao. Ambos, influenciados por Juan Goytisolo, representan la heterodoxia frente al canon fosilizado y asumido por gran parte de la ciudadanía española, que viene a decir que España nació católica y castellanoparlante, negando que somos un pueblo mestizo y plural. Y así somos, aunque a algunos les cueste asumirlo. Para estos. les recomiendo la lectura del libro España diversa. Claves de una historia plural (2024) del profesor Eduardo Manzano Moreno.
Acercarse al Quijote entraña una doble dificultad. La primera, todavía vigente, la acumulación de imágenes previas que hacen imposible la captación de su auténtico mensaje. Todos nos sabíamos El Quijote, por lo que no era necesario leerlo. Conocíamos por haberlos leído o porque nos los habían contado los episodios más famosos: los molinos de viento, Sancho en la ínsula Barataria, el bachiller Sansón Carrasco, la Cueva de Montesinos…
La segunda, propia de nuestra generación tenía que ver con ese Quijote reglamentario de la escuela franquista, paradigma de la españolidad. Por rechazo al franquismo no lo leímos, y se lo dejamos a los que nos robaron tantas cosas, lo manipularon con fines espurios y nos vetaron conocerlo en profundidad, más allá de la interpretación de ser una crítica divertida a los libros de caballerías y que sus dos protagonistas, representan dos visiones diferentes en la vida; el idealismo del Quijote y el materialismo de Sancho.
Producto de esta gozosa relectura reflejaré algunos mensajes muy críticos con la España del siglo XVI y con esa visión nacionalcatólica de nuestra historia, extraídos de algunos de sus capítulos. No en vano es «el libro más subversivo que se haya escrito jamás». Ningún profesor me dio esta visión.
Enseña a pensar, a sacar las propias conclusiones, a desconfiar de las palabras y a meditar con espíritu crítico de todo. Escrito en un castellano muy bello y con una riqueza de vocabulario extraordinaria.
El Capítulo VI en la primera parte. «Del donoso escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo». Bajo la apariencia de la quema o el emparedamiento de los libros de caballería que enloquecieron a Alonso Quijano, expresa subrepticiamente las prácticas de la Inquisición con otros libros prohibidos.
El capítulo LVIII en la segunda parte. «Que trata de cómo menudearon sobre Don Quijote aventuras tantas que no se daban vagar unas sobre otras». Sancho pregunta: «Querría que vuestra merced me dijese qué es la causa porque dicen los españoles cuando quieren dar alguna batalla, invocando aquel San Diego Matamoros: «¡Santiago, y cierra España!». ¿Está por ventura España abierta y de modo que es menester cerrarla, o qué ceremonia es esta? La respuesta rápida del Quijote muestra su enfado e irritación. “Simplicísimo eres, Sancho -respondió don Quijote-, y mira que este gran caballero de la cruz bermeja háselo dado Dios a España por patrón y amparo suyo, especialmente en los rigurosos trances que con los moros los españoles han tenido, y, así, le invocan y llaman como a defensor suyo en todas las batallas que acometen, y muchas veces le han visto visiblemente en ellas derribando, atropellando, destruyendo y matando los agarenos escuadrones; y desta verdad te pudiera traer muchos ejemplos que en las verdaderas historias españolas se cuentan". Este episodio ha sido interpretado de diferentes maneras. Entiendo que Sancho muestra claramente una duda sobre la presencia del Apóstol Santiago en España y su participación en la lucha contra los moros. La existencia de Santiago estaba muy extendida y asumida en la España católica. El padre Pascasio de Seguín en su libro Galicia, reino de Cristo de 1750, hace un recuento batalla a batalla de los moros muertos a manos del Apóstol Santiago: Covadonga 197.000; Santa Cristina 50.000; Clavijo 70.000; Simancas 80.000; Ourique (Portugal) 300.000; Navas de Tolosa 200.000; Salado 200.000; en el Santiago de Bermudo III 90.000; Total: 1.187.000. Es una cifra baja, ya que un siglo antes, en 1626, según el gran Quevedo, Santiago Apóstol había intervenido en 4.700 batallas. Matando a 11.050.000 moros.
Llama la atención el redondeo de las cifras. También nos cuentan el mito de que Santiago pasó a América a ayudar los ejércitos españoles. Y nuestro Jefe de Estado ha destacado en algún 25 de julio «Hoy, en la Catedral donde convergen todos los caminos y donde habita para la eternidad el Apóstol Santiago, renovamos la ofrenda de un pueblo que quiere ser agradecido».
La expulsión de los moriscos a inicios del XVII en el reinado de Felipe III ocupa bastante espacio en la segunda parte del «Quijote», editada en 1615, aunque redactada en gran parte en 1614. Son los capítulos LIV, LXIII y LXV. Fue uno de los hechos más dramáticos de nuestra historia. Muy poco estudiado, a pesar de ser de gran trascendencia. Una auténtica hecatombe social, económica y demográfica. Sólo en Aragón a partir de septiembre de 1610 salieron en torno a 60.818 moriscos.
En el capítulo LIV se narra el emocionado encuentro de Sancho con Ricote, el morisco de su lugar, que vuelve a su aldea de incógnito, disfrazado, por no poder hacerlo tras haber sido expulsado y vivir un tiempo en Francia y finalmente en Alemania, donde había recalado. Ricote le dice a Sancho: «Fuimos castigados con la pena del destierro, blanda y suave al parecer de algunos, pero al nuestro la más terrible que se nos podía dar. Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural; en ninguna parte hallamos el acogimiento que nuestra desventura desea». Y en el capítulo LXIII, no menos dolor por la expulsión expresa Ana Félix, hija de Ricote.
Ninguna voz y ningún discurso, sin embargo, es tan valioso e interesante como la voz y el discurso de Marcela en el capítulo XIV de la primera parte. Todo un ejemplo de feminismo.
Públicamente acusada por Ambrosio de la muerte de Grisóstomo, que se había enamorado de ella sin ser correspondido, Marcela aparece en el entierro de este para reclamar su libertad ante unas palabras tan graves como las que le dispensa el amigo de Grisóstomo, que la llama “fiero basilisco destas montañas”. Lo que proclama Marcela es muy claro y muy rotundo. ¿Por qué razón es culpable de que Grisóstomo se haya enamorado de ella? ¿Por qué razón es, además, culpable de que el desvarío de Grisóstomo le haya llevado a la muerte? ¿Por qué razón deponer y sacrificar sus sentimientos más sinceros para contentar a alguien a quien no ama ni está obligada a amar? ¿Debe corresponder a Grisóstomo solo porque este la quiera, por muy intenso que sea su amor?
La respuesta de Marcela está en sus palabras: “Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos. Los árboles destas montañas son mi compañía, las claras aguas destos arroyos mis espejos, con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y espada puesta lejos”. Qué palabras tan hermosas, valientes y determinadas son estas últimas.
Marcela es consciente de no haber suscitado las esperanzas de hombre alguno, y por eso sostiene, con toda razón, que a Grisóstomo “antes le mató su porfía que mi crueldad”. Su decisión está clara y quiere que los demás la entiendan y la asuman con idéntica claridad: aún no le ha llegado el momento de amar, y “quien a nadie quiere, a ninguno debe dar celos”. Y esta determinación difícilmente puede defenderse con palabras más oportunas: “tengo libre condición y no gusto de sujetarme”.
Cándido Marquesán