La esencia de la existencia, según mi perspectiva, se encuentra en el concepto del Cosmo-Poder, una fuerza creadora que emergió de la NADA y, a través del Big Bang, dio origen al universo tal como lo conocemos. Este proceso no fue guiado por el amor, sino por una serie de leyes evolutivas que dictan la transformación continua de la materia y la vida.
Desde el inicio de los tiempos, el universo ha estado en constante cambio, impulsado por la necesidad de evolución. Todo ser vivo y semivivo está obligado a multiplicarse, y es en este contexto donde se manifiesta lo que muchos denominan amor. Sin embargo, debo señalar que este sentimiento, especialmente entre parejas jóvenes, es en realidad una ilusión química. Es una especie de "droga" que el Cosmo-Poder ha implantado en nosotros, motivada por la testosterona y otros factores biológicos, para asegurar la perpetuación de la especie.
Con el paso del tiempo, lo que comúnmente se confunde con amor tiende a desvanecerse. A medida que envejecemos, la conexión que una vez sentimos se transforma en una necesidad de compañía, nacida del miedo a enfrentar la soledad y la muerte. Esta dinámica se observa no solo en los humanos, sino también en el reino animal, donde la esencia de la "relación" se convierte en una cuestión de supervivencia más que de afecto genuino.
La crianza de los hijos, a menudo aclamada como un acto de amor incondicional, en realidad responde a una obligación innata impuesta por el Cosmo-Poder. Los niños, al nacer como criaturas inocentes y vulnerables, evocan en nosotros un instinto de protección, diseñado para garantizar su supervivencia. Este mismo fenómeno se reproduce en el mundo animal, donde la prole es cuidada no por amor, sino por un impulso biológico.
Incluso en el reino vegetal, el amor es una noción ausente. Musgos, hierbas, plantas y árboles no experimentan afecto; su existencia está regida por la obligación de multiplicarse. Este imperativo los impulsa a producir semillas y otros mecanismos de reproducción, contribuyendo así a la continuidad de la vida en la Tierra.
El escritor Khalil Gibran, en su obra "El Profeta", encapsula esta idea de manera poética al afirmar que "los padres son el arco y los hijos las flechas que moran en la casa del mañana". Esta metáfora resuena profundamente con la naturaleza de la vida misma: cada ser vivo es lanzado hacia lo desconocido, hacia un futuro donde habrá de poblar la Tierra, todo ello sin la guía del amor.
En conclusión, el Cosmo-Poder, a través de sus leyes inmutables, nos ha creado en un mundo donde el amor, tal como lo entendemos, es una construcción que no tiene cabida en la esencia misma de la vida. Somos parte de un vasto mecanismo que opera en función de la evolución y la multiplicación, donde los sentimientos son meras herramientas para asegurar la continuidad de nuestras especies. Así, la vida, en su forma más pura, se manifiesta como un viaje hacia lo desconocido, impulsado por la necesidad, no por el amor.