Tino de la Torre
Empresario y escritor
Era la oportunidad de pasar un final de año en algún lugar menos cargado de energías. Tenía que imponerse que tras una tarde de invierno (la de ese día) viniera una noche (fría, probablemente) y horas más tarde, por detrás del cerro, empezara a clarear y las bestias de bosque y campo se fueran retirando para hacernos creer que “esto es nuestro”. Solo sería un día más.
Es un momento del año que no a todo el mundo gusta, fuera de los encuentros con los que quieres. Los cambios de año son una de esas esquinas que, una vez dobladas, uno piensa que la suerte cambiará, que jugará mejor al golf o que se volverá a los olvidados agujeros del cinturón. No ocurrirá, casi seguro.
Además, mi pobre perro se pone como loco con los petardos y no sabe dónde meterse. Intento calmarle y hasta me muerde en su desesperación.
Hace pocos fines de años se me echaron encima las fechas y me di cuenta que por diversas circunstancias pasaría la Noche Vieja en soledad. Lo de “en soledad” parece que incluye desolación y naufragio vital, si bien era algo que me dejaba indiferente y lo asimilé a que podría seguir haciendo cosas iguales o parecidas a las de otros festivos. Y con los míos ya me había visto y me vería en breve fecha. Pero me recorrió algo así como un frio por el espinazo y se me puso cara como de cuando arranca la montaña rusa en la feria. Un miedo a lo desconocido, estar en el lado oscuro de la fuerza.
Disciplinado que es uno, sometido al sistema, contribuyente dócil me puse a buscar un plan que no fuera la fiesta “con cotillón” en la que desde el primer momento que pones un pie dentro estás deseando salir. Así que acabé fuera de la ciudad en algún pueblo con un grupo humano que combinaba paseos por los páramos helados, visita a la ciudad de pasado comerciante y presente turístico, asistencia a breve función de teatro… Dejar pasar el día.
Un tipo vendía los libros que el mismo escribía, gentes pasaban apresuradas con encargos de última hora, aroma que venía de la tahona cercana, paisanos celebrando en la plaza ajenos al grupo de desarraigados que formábamos en el cual no conseguía integrarme; la tarde con un cielo plomizo que prometía nieve, aunque solo fue una promesa…
Y ese frio de Castilla, inclemente, el de Machado. Dábamos palmas y nos dábamos golpes para calentarnos. Algunos me parece que aprovechaban para espantar otros demonios que les acompañaban.
El cielo cerrado que no descargaba creaba una atmosfera extraña, más de fin del mundo que de fin de año. Con la cabeza llena de pensamientos algo apocalípticos me fui a mi habitación del hotel con la idea de leer un buen rato, esperando unas horas de banalidad al día siguiente (últimas de un año que ni fu ni fa), como único y gran objetivo.
Tras el desayuno, intuyendo lo que sería el resto del día (y de la noche), me sentí inquieto y vital, una llamada de rescate y ahí fue cuando me brotó la frase de los valientes: “¿qué coño hago yo aquí?; me largo”. Y me puse a organizar la huida y las excusas. A uno le sueltas que el perro se ha puesto malo y que te lo traen a casa, a otros un simple y escueto “me tengo que ir”. Unos y otros creo que me miraron como una vaca a un tren. Si estás, estás y si no estás nunca has existido, por lo que es una estupidez andar triturando meninge para contar historias que no duran ni un segundo en la mente de los otros. Otro aprendizaje para fiestas venideras.
Al poco ya estaba en la carretera con la misma sensación de libertad como de preso fugado del penal. Como Bonnie and Clyde pero con molinos de viento en derredor. Solo me faltaba mirar para atrás por si me perseguían.
Quien más quien menos ha vivido un momento así en su vida con la duda de si estás saliendo de algo o entrando en ello y sientes como esos vientecillos gélidos que te agarran por los caminos barren con tantas ideas y remordimientos.
Durante el viaje era inevitable parar y visitar aquellas lagunas. Las aves de por allí, como el que escribe, no nos sentíamos obligados ni a preparar el cordero, ni los langostinos, ni las uvas. Ningún compromiso. Tranquilos y cada uno a lo nuestro pasamos el rato que fue de la más bella contemplación. Apenas un par de personas más (vigilantes) a unos cuantos cientos de metros queriendo mimetizarse con el paisaje y no hurtarle su armonía.
Empezaba a anochecer cuando dejé los humedales (digo bien, humedales porque tenían el agua milagrosa que permitían vida, caza y esos sonidos de aquella sociedad).
Seguí mi camino sin prisa, asimilando la realidad de aquella hora extraña, distinta en cada curva y comprendiendo la levedad de muchos afanes. Me daba lo mismo si a lo largo del trayecto cruzaba el umbral del año ya que solo sería un instante más (o menos) de los que nos toque respirar. Un suspiro y todo seguirá igual, igual como padre, igual como enamorado, igual de cínico, me seguirá doliendo la espalda…, pero habrá cambiado el año.
Una locutora que hablaba en una emisora de la radio del coche de esas de internet nos llamaba a todos “desperados”; extraña conexión, nos conocía, sabía de nuestro viaje a modo de hámster en la rueda que no llega realmente a ninguna parte, porque lo nuestro, lo verdaderamente nuestro va con nosotros. Está en un papel en el bolsillo, en una foto del móvil, un ticket del bar, un botón mal cosido…
Es verdad, el cielo y el infierno somos nosotros mismos.
De repente, a la salida de una curva, en la entrada de uno de esos pueblos pequeños con un presupuesto pequeño en donde el único luminoso de “felices fiestas” tenía apagado lo de “felices”. Y le vi. Avanzaba, porque no se podía decir que corriera. Con la última luz y a la velocidad justa para no caerse. Sabía que los segundos o minutos de más que tardara en llegar (presumiblemente) a su casa no le iban hacer perder ningún récord mundial, ninguna estrella Michelin, ni ninguna actuación de las de la tele.
Al ponerme a su lado levantó brevemente la mano y saludó. Sentí que ni esperaba ni le esperaban en aquella velada de transición. Un “desperado” como decía la chica de la radio. Uno más.
Por cierto, que difícil escribir sobre estos dias de fiesta cuando no se trata de hablar de polvorones, langostinos y matasuegras...; y es que las suegras han mejorado mucho. O no eran tan malas.